sábado, 14 de febrero de 2009

Un Padre Se Olvida

Escúchame, hijo: te digo esto mientras yaces dormido, con tu pequeña manita bajo tu cara y tus rizos dorados aplastados sobre tu frente empapada. Me he colado en tu dormitorio, solo. Hace solo unos minutos, mientras estaba leyendo el periódico en el despacho, me ha invadido una sofocante ola de remordimiento. Sintiéndome culpable, he venido junto a tu cama.

Hay cosas en las que estaba pensando, hijo: he estado de mal humor contigo. Te regañé cuando te estabas vistiendo para ir al colegio porque sólo te diste un repaso en la cara con una toalla. Te llamé al orden por no limpiarte los zapatos. Te grité enfadado cuando se te cayeron las cosas al suelo.

Durante el desayuno te encontré faltas, también. Derramaste algo. Engulliste la comida. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiada mantequilla en la tostada. Y cuando te pusiste a jugar y yo me iba a coger el tren, te giraste, me saludaste con la mano y me dijiste “¡Adiós Papá!” y yo fruncí el ceño, y respondí, “¡Echa los hombros hacia atrás!”

Por la tarde empezó todo de nuevo. Cuando venía por la carretera te observé furtivamente, de rodillas, jugando a las canicas. Tenías agujeros en los calcetines. Te humillé ante tus amigos haciéndote andar delante de mí hasta casa. Los calcetines son caros- y si tú tuvieras que comprarlos ¡tendrías más cuidado! Imagínate eso, hijo, ¡de un padre!

¿Recuerdas, más tarde, cuando estaba leyendo en el despacho, cómo entraste tímidamente con una especie de mirada herida en tus ojos? Cuando miré por encima del periódico, impaciente por la interrupción, dudaste ante la puerta. “¿Qué es lo que quieres?” espeté. No dijiste nada, pero corriste a través de la habitación como una exhalación, lanzaste tus brazos alrededor de mi cuello y me besaste, y tus pequeños brazos me apretaron con una ternura que el mismo Dios debió hacer florecer en tu corazón y que, ni aun descuidándola, podría marchitarse. Y, de pronto, te habías ido, dando zapatazos por las escaleras.

Bien, hijo, fue poco después cuando el periódico se me cayó de las manos y un terrible temor enfermizo cayó sobre mí. ¿Qué estaba haciéndome el hábito? El hábito de encontrarte faltas, de regañarte – ésta era la recompensa que te daba por ser un niño. No era que no te quisiera; era que esperaba demasiado de tu juventud. Te estaba midiendo con la misma vara con que medía mis propios años.

Y había tanto que era bueno y hermoso y sincero en tu carácter. Tu pequeño corazón era tan grande como el mismo amanecer sobre las grandes colinas. Esto quedaba demostrado por tu espontáneo impulso de lanzarte y darme un beso de buenas noches. Nada más importa esta noche, hijo. Me he acercado a tu cama en la oscuridad, y me he arrodillado aquí, ¡avergonzado!

Es una forma sutil de expiar mi error. Sé que no entenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto. Pero mañana, ¡seré un auténtico papá! Seré tu colega, y sufriré cuando tu sufras, y reiré cuando tú rías. Me morderé la lengua cuando me vengan palabras de impaciencia. Me diré a mismo, como si fuera un ritual: “No es más que un niño, un niño pequeño!” Mucho me temo que te he visualizado como un hombre. Pero tal como te estoy viendo ahora, hijo, acurrucado y agotado en tu cama, veo que todavía eres un bebé. Ayer mismo estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza sobre su hombro. Te he pedido demasiado, demasiado, y aun así he dado muy poco de mí mismo. Prométeme que, cuando te esté enseñando los modales de un hombre, me recordarás cómo tener el espíritu cariñoso de un niño.

Father Forgets
by W. Livingston Larned

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